Juliano el Apóstata: Cuando Roma regresó al paganismo
El cristianismo es una religión que viene del oriente próximo, pero ya en el remoto siglo primero después de cristo encontramos cristianos entremezclados con los ciudadanos paganos del imperio romano. Es cierto que los cristianos sufrieron persecuciones, y que fueron marginados y excluidos. Tal vez, pero, debiéramos preguntarnos por qué una sociedad, un imperio, que abarcaba toda la mediterránea con sus diferentes culturas y sus diferentes religiones, excluye precisamente a los cristianos. A medida que el imperio romano decae y avanza la antigüedad tardía, época de Diocleciano, Justiniano, y tantos otros, el emperador romano, la figura imperial, pasa de ser un prínceps (es decir, un primus inter pares, un primero entre iguales) a ser un dominus (un señor o propietario). Ese no es un cambio que se haga de la noche a la mañana, el emperador, lentamente, se vuelve distante de su pueblo, se comporta de forma hierática, se viste con joyas y diademas de oro, y exige la postración ante su figura a usanza de los reyes orientales. Desde Julio César existía la costumbre de divinizar a los emperadores más destacados, pero se los divinizaba tras su muerte. Ahora, conforme avanzamos en los primeros siglos de nuestra era, es el propio emperador el que exige una divinización en vida. Para la sociedad romana no había demasiado problema: Un dios más para su panteón. El problema era para los cristianos. Ellos eran monoteístas y no aceptaban ningún otro dios. Se negaban a hacer sacrificios a los dioses de Roma y, lo que es más grave, al emperador. Esto podría ser solamente un desacato, una rebeldía, pero en un momento en que el impero romano está en declive, que amenaza con romperse por su tamaño, sus crisis demográficas y económicas, y con los pueblos bárbaros y persas presionando sus fronteras, es un foco de inestabilidad. Un cristiano que desafía la divinidad (y por tanto la autoridad) del emperador es un elemento que pone en riesgo la cohesión del imperio. De ahí las persecuciones. De ahí las cacerías.
Pero el cristianismo tenía una baza escondida en la que en un inicio el imperio no cayó: estaban organizados y homogeneizados. Tenían todo un sistema de jerarquía, unas estructuras de poder férreas, un credo homogéneo y cohesionador, a diferencia de los cultos paganos que, si bien había diferentes templos y sacerdotes, cada cual lo vivía a su manera. Debido a esa fuerza estructural que al principio pasó desapercibida a Roma, el cristianismo sobrevivió las persecuciones. Además, con sus valores y sus estructuras, el cristianismo estaba diseñado para ejercerse en las ciudades. Y, por supuesto, Roma era un imperio eminentemente urbanita, así que el nuevo credo se extendió como la espuma, sobre todo en la parte oriental del imperio, y principalmente entre las clases medias y bajas.
Se legisló contra los cristianos, se les expropió, se les siguió persiguiendo, se les martirizó y se les mató, pero el cristianismo había llegado para quedarse.
Y entonces fue cuando apareció Constantino. Constantino era un emperador usurpador, un augusto (figura de más alto rango en el sistema de la tetrarquía diocleciana, equivalente a “emperador”) que había tomado el poder por voluntad del ejército sin la ratificación de las estructuras del estado y sin el proceso correspondiente. No detallaré aquí el nudo gordiano que se crea al intentar comprender la sucesión de la primera a la segunda tetrarquía con sus correspondientes usurpadores, guerras civiles y pactos de dudosa aceptación. La cuestión es que encontramos a Constantino, el 312, en la batalla del puente Milvio. Allí se enfrentó a Maximiano, un antiguo augusto, usurpador también, y el único que se interponía entre Constantino y el Imperio.
Es entonces cuando Constantino decidió favorecer a los cristianos. Esto no ocurrió de la noche a la mañana… bueno, sí, esta vez sí. Algunos dicen que fue una visión, otros que fue un sueño. La cuestión es que Constantino vio el símbolo del crismón (símbolo cristiano por excelencia que se forma con las iniciales de nombre de Cristo en griego, las legras Χ (chi) y Ρ (rho)) en el cielo, y escuchó una voz que le decía: “con este símbolo vencerás”. Así que cuando despertó pintó sobre los estandartes el símbolo…
Y venció.
A partir de ese momento el cristianismo se vio favorecido sobre el resto de religiones. Se prohibió la adivinación, la magia, construir ídolos paganos, se destruyeron los ídolos que ya había en los templos, se saquearon los templos paganos para darles las riquezas (y las tierras) a los cristianos, se eximió del pago de impuestos a los cristianos… Total, que Roma se volvió cristiana. Pero Constantino no, ojo. Él solamente se bautizó cuando vio próxima su muerte, para poder “pecar” como pagano durante toda su vida y ganarse luego el cielo recién bautizado.
Pero lo que nos importa es que Roma sí que era, mayormente, cristiana.
A Constantino le sucedieron sus hijos, entre los que repartió el imperio. A su muerte los cuatro fueron proclamados augustos (emperadores) de forma simultánea, y al mismo tiempo ordenaron una masacre de los herederos de las familias más influyentes para eliminar los posibles rivales y usurpadores. Solamente sobrevivieron dos muchachos de la familia constantiniana: Galo y Juliano (sí, el Juliano del que vamos a hablar).
Las luchas internas hicieron que de los cuatro hijos de Constantino al final fuesen solamente dos los que se repartiesen el imperio en una diarquía. Pero de nuevo una nueva escabechina hizo que solamente uno se quedara con todo el imperio: Constancio II. Era cristiano arriano y un buen emperador. Y como vio que no podía gobernar solo todo el imperio, eligió a Galo (el mayor de los supervivientes) para que fuese el césar de oriente. César era una especie de segundo augusto, inferior en jerarquía a éste, pero autónomo para gobernar su territorio. Pero una vez en el poder, Constancio y la propia Roma se dieron cuenta de las excentricidades y las locuras del joven Galo (como pasearse disfrazado por la ciudad o su vida licenciosa) y al final Constancio decidió ejecutarlo.
Y aquí entra en escena (finalmente) nuestro Juliano. Juliano, en su infancia, fue llevado a Capadocia donde se formó con la mejor educación clásica, y posteriormente a Constantinopla donde continuó su formación superior. Pero al estar muy cerca de la corte (usurpador cree que todos son de su condición) lo trasladaron a Nicomedia donde se inició en los cultos mistéricos de Mithra y Hécate. A la muerte de Galo fue a Grecia y continuó sus estudios de la mano de los mejores filósofos.
Al final se lo nombró césar de Occidente. En aquellas tiernas edades, Juliano era una rata de biblioteca, había estudiado historia, y sobre todo filosofía, y el ejército le quedaba grande. Pese a ello y por falta de otro más capacitado (recordemos la masacre de posibles sucesores), Constancio lo mandó a las Galias contra los bárbaros. En un entorno turbulento, hostil y lejano, Juliano se instruyó en el arte de la guerra. Se descubrió como un gran estratega y, a usanza de los héroes antiguos, fue siempre a la cabeza de sus tropas, cosa que hizo que se ganase la lealtad de sus hombres. Aumentó su ejército y conquistó, poco a poco, territorios a los barbaros. Pactó con los francos y pacificó la frontera. Y su paz duró por cincuenta años.
Constancio, simultáneamente a estas buenas noticias, recibió el aviso que los persas estaban causando problemas en la frontera del este. Reclamó entonces las tropas de Juliano con un claro propósito de eliminar su influencia y su poder. Pero las tropas, leales a Juliano y oriundas en su mayoría de las Galias, se opusieron a la orden de Constancio y proclamaron como augusto a Juliano. Éste se puso en contacto con Constancio, proponiéndole ser los dos augustos, él, por supuesto, supeditado a Constancio que sería una especie de augusto “senior”. Constancio no solamente rechazó la propuesta de Juliano, si no que intentó atacarlo traicioneramente. Juliano, sin pensárselo, desencadenó un ataque fulminante que finalizó con la muerte de Constancio. Al leer su testamento se vio que, pese a las circunstancias, Constancio reconocía a Juliano como su sucesor y heredero.
Y es en el 361 que Juliano es nombrado augusto de Roma, desenmascarándose de la laxa apariencia cristiana que había mantenido hasta ese momento, y revelando que nunca había abandonado los cultos paganos y que estaba dispuesto a retornarles su antiguo esplendor.
Juliano, como hicieron los hijos de Constantino, purgó las familias dominantes de posibles usurpadores, ejerciendo a su vez la venganza contra los que purgaron su propia familia. Hay quien dice que sus creencias paganas le hacían pensar que él era, en verdad, la reencarnación de Alejandro Magno. Pero lo cierto es que aunque se comportaba como un héroe clásico a la cabeza de sus tropas, no hay prueba de que realmente se creyese el Magno. Tomó como modelo a Trajano, y se definió desde el principio como un hombre austero y valeroso. Reformó la corte, echando a todos aquellos cuyo trabajo no fuese imprescindible, como peluqueros reales, criados y demás lujos. Favoreció los humildes ayudando a la cancelación de deudas, y estandarizó la libertad de expresión que permitía a los filósofos (recordemos que él amaba la filosofía) mostrar su descontento hacia los emperadores.
Cuando fue investido, Juliano se puso ciego a sacrificios para los dioses paganos, sobre todo a Helios y Júpiter que eran sus favoritos. Por supuesto cada sacrificio conllevaba el banquete ritual de las piezas sacrificadas, y la degustación, regada con buen vino, de las sacras carnes bien aderezaditas, tostaditas y bien ricas, para regocijo de los romanos. Juliano pronto se ganó el apoyo de Roma, aunque cuando empezó a promulgar sus leyes todo quedó un poco empañado. Creó dos tipos de leyes, las pro-paganas y las anti-cristianas. Él era consciente que la religión cristiana estaba mucho mejor organizada que la pagana, así que intentó poner el paganismo al mismo nivel que el cristianismo. Tomó el título de pontífex máximo, como cargo superior del estamento religioso pagano, y designó a Júpiter como dios principal y padre del Sol, y a Helios como una especie de demiurgo, equiparable a la figura de Jesús. Incorporó al paganismo el respeto y amor al prójimo, a la usanza de los cristianos, se les impuso una vida de piedad y se les empezó a castigar los comportamientos inadecuados, cosas que antes no se hacían. Además organizó el paganismo por regiones y dentro de las regiones, por cultos. Restableció las pertenencias a los templos paganos y se volvieron a acuñar monedas con representaciones de los dioses. Además, los cristianos que ejercían cargos en la administración imperial fueron sustituidos por paganos.
Los cristianos obtuvieron una tolerancia extrema, cosa que lejos de beneficiarles, como podría parecer, los perjudicó, porque se toleraban y aceptaban todas las herejías y desviaciones, y eso para la iglesia, que debía ser muy recta y canónica, representaba un auténtico caos. Se favoreció la religión judía y se confiscaron los bienes paganos que estaban en disposición de la iglesia para devolverlos a los templos. Los privilegios (sobre todo fiscales, excepción de impuestos y demás) les fueron reducidos o anulados. Y se vetó a los profesores cristianos impartir clases usando los autores clásicos (paganos), que como era lo que se enseñaba en esos momentos, era como prohibirles impartir clases.
Pero de hecho todas esas medidas quedaron un poco paradas, eclipsadas, por el puntazo de Juliano de atacar a los persas. No se sabe a ciencia cierta qué lo motivó a hacerlo, hay quien dice que fue por emular a Alejandro Magno y adquirir méritos y gloria. Sea lo que fuese, planeó atacar unos enemigos que en aquél momento estaban calladitos y monos, replegados al otro lado de la frontera, sin molestar.
El 363 Juliano partió hacia Antioquía con el grueso de su ejército, pero al llegar allí se dio cuenta que no era para nada bien recibido. Hasta el punto que escribió una obra, el Misopogon, que es una palabra griega que significa “el enemigo de la barba”, refiriéndose a sí mismo. ¿Qué le ocurría a Antioquía para estar tan a malas con su emperador? Pues tres cosas básicas. Al llevar tropas allí (muchos miles de personas), los productos de primera necesidad subieron de precio, por la ley de la oferta y la demanda. Juliano intentó evitar esto, legislando para no permitir la subida de precios, pero fue la misma oligarquía urbana la que lo desoyó y acabó por especular a espaldas de su emperador con productos básicos como el trigo, el aceite o el vino. El segundo motivo es que si bien Juliano era muy buen general y gozaba del aprecio de sus tropas, como emperador no sabía venderse. Había abandonado las galas de emperador y vestía con sencillez, no le gustaban los actos protocolarios y no solía acudir al circo, que era algo que todo romano esperaba que su emperador hiciese. Se hizo muy impopular. Y a eso debemos sumarle un tercer motivo, y es que Antioquía era muy cristiana y no le gustaba nada todas las leyes que Juliano había dispuesto contra esa religión y a favor de los paganos. Se cuenta que, estando en Antioquía, Juliano quiso acudir al templo de Dafne, que estaba en las afueras y que contenía una arboleda sagrada de Apolo con un pequeño templo dónde el dios, por medio de sus sacerdotes, decía oráculos. Cuando el emperador llegó ante el pequeño templo se lo encontró abandonado, solamente un sencillo sacerdote empobrecido cuidaba el lugar. Además, para colmo de su horror personal, dentro de la arboleda habían enterrado un mártir cristiano, Bábilas. La historia concluye diciendo que Juliano hizo desenterrar al mártir y llevarlo dentro de muros, y que a raíz de esa decisión, ya sea provocado o fortuito, un fuego quemó el misérrimo templito de Apolo tres días más tarde.
Volviendo a los persas, la estrategia que había tramado Juliano era separar el ejército, comandando él una parte que viajaría por el rio Éufrates, y otra parte se la llevaría Procopio, su hombre de confianza, para ir a encontrase con el rey de Armenia y unir ambos ejércitos para un ataque conjunto sobre Tesifonte, la capital persa. Juliano avanzaba conquistando ciudades y fortalezas con relativa facilidad, sin ver aparecer por ningún lado el grueso del ejército del rey Sappor de los persas. Se plantaron ante Tesifonte y derrotaron sin problemas a la guarnición de la ciudad que, con la cola entre patas, corrió a refugiarse dentro de los muros.
Y entonces algo ocurrió.
Un buen estratega, como era Juliano, hubiese acometido el asedio sin contemplaciones para ganar la capital del reino enemigo, pero Procopio no había llegado. Tal vez la paranoia que los ejércitos de Sappor le saldrían por retaguardia cuanto menos se lo esperase, tal vez la incógnita de no saber qué había ocurrido con su hombre de confianza, o cualquier otro motivo perdido para siempre en la historia, enloquecieron a Juliano que se negó al asedio. Destruyó y quemó tanto los barcos como las máquinas de asedio, y emprendieron el angustioso periplo de ir al encuentro de las fuerzas de Procopio, cuyas naves ya tendrían que haber llegado por el rio Tigris. Y digo angustioso porque las fuerzas persas se dedicaron, como gato al ratón, a hostigarles continuamente en apariciones sorpresivas, emboscadas relámpago y ataques de improviso. De forma continuada y letal consiguieron que el grueso del ejército de Juliano entrase en paranoia. En uno de estos ataques por sorpresa, ya fuese por su estado de locura o por su confianza ciega, Juliano acudió al combate sin armadura. Una lanza le atravesó el costado y, a raíz de esa herida, tardó diez penosos días en morir, desangrado por dentro. En esos días solamente pudo hacer que hablar de filosofía, su amada filosofía, con los que eran sus amigos en el campo de batalla.
Y los historiadores hoy día todavía discuten si la lanza que hirió a Juliano era persa… o era cristiana.
El último emperador pagano murió sin descendencia, y por un capricho del destino se entregó el imperio a un estratega nefasto, que para sacar las tropas romanas del corazón de Persia firmará uno de los acuerdos más vergonzosos que recuerda la Historia. Además, revocará todas las leyes de Juliano y regresará al cristianismo de forma definitiva. Pero esa ya no es la historia de Juliano, es la historia de Joviano, y aunque se parezcan sus nombres, su historia es ya otra historia.
Fuente: Clase magistral de la asignatura Historia de la Antigüedad Tardía, impartida por el doctor Pere Maymo Capdevila, en la Universidad de Barcelona.